jueves, 11 de febrero de 2010

LAS HISTORIAS DE CALIXTA-III

SÓLO PARA LAURA

En esta ocasión el motivo de la visita de la tía Calixta, no ha sido un asunto agradable. Ha fallecido su gran su amigo Roberto Villarte, y se ha trasladado hasta la capital para asistir al entierro.
Cuando regresó venía desolada, nos contó que fueron innumerables las coronas de flores que depositaron sobre la lápida e incontables el número de personas que acudieron para darle la última despedida. Roberto, aunque no era del pueblo, fue una persona que se había ganado pulso a pulso el cariño de sus habitantes. Hasta hace sólo dos años, había sido el único farmaceútico, pero un día decidió jubilarse, y se marchó a vivir con la hija de una asidua clienta. Aquello, como cabe esperar, fue un gran escándalo en la localidad, pero a la pareja nunca les importó, y los fines de semana que acudían al pueblo, paseaban indiferentes por las calles. Mi tía dice que si sus conocidos tuvieran la oportunidad de leer la carta que escribió el día anterior a su muerte, todos callarían.


...Mi pequeña Laura, cuando abras esta carta ya habrá finalizado el sepelio. Conociendo tu desafío, me imagino que llevarás puesto el largo vestido de lino blanco, la gargantilla de lapislázuli que te regalé en nuestro último viaje a Egypto y para ocultar los ojos vidriosos, esas tremendas gafas de sol que tanto te gustan. ¡Ah! por si nunca te lo comenté, ese desafío fue lo primero que me atrajo de ti cuando comenzaste a frecuentar mi farmacia.
Ahora escúchame bien, no dejes ni por un instante que nada emborrone nuestros recuerdos, quita mi nombre del hueco del buzón, aparta los antiguos sueños, escribe nuevas líneas y se feliz con él.

Si con él. no te extrañes, siempre supe de su existencia y no me importó. Ni me importaron los comentarios de los amigos, ni sus risitas disimuladas, o sus apuestas sobre cuanto tardaría en enterarme...¡Ni de la pena que despertaba el pobre viejo!
Ninguno de ellos sabrá como cada martes, con el olor de él todavía impreso en ti, acudías a mí ofreciéndome el más cálido de los abrazos y utilizando comentarios escuchados en otra boca, me comentabas noticias de actualidad, hablabas sobre la ruta de nuestro próximo viaje, o comenzabas a fantasear sobre tus eternos proyectos; mientras para evitar mirarme, fijabas la vista en la prensa del día, arrancabas varias hojas y comenzabas a construir diminutos barquitos de papel. Yo escuchaba en silencio, miraba hipnotizado con que rapidez realizabas aquellas miniaturas y me limitaba a disfrutar con la idea de ser parte de esos sueños.
Quiero decirte que en ningún momento tuve celos. Él nunca fue tu silencio en la noche, ni ha pasado las madrugadas en velas memorizando cada línea de tu rostro. Ni sabía lo que era consolarte cuando después de una pesadilla, con ojitos de asustada, te agarrabas con fuerza a mi pecho, buscando refugio y pidiéndome que alejase ese mal sueño. Ni se despertaba cada mañana arropado por el olor dulzón de tu piel o el roce de tu cabello. A fin de cuentas…El sólo compartía una tarde a la semana.
Después de mi jubilación como habrás observado, la vejez entró a galope en mi cuerpo, pero no me importó la flacidez de mi carne porque tú permanecías a mi lado. Lo que me preocuparon fueron esas lagunas perdidas en la nada, nunca te las comenté, pero más de una vez, hicieron que permaneciera horas desorientado, sin saber que dirección debía tomar para regresar a casa. Eso me produjo un pánico atroz y opté por no salir, dejaba transcurrir las horas en el despacho, intentando a veces recordar cosas tan cotidianas como encender el equipo de música. Cuando todo pasaba, cogía una fotografía tuya y con trazos inseguros, comenzaba a escribir una y otra vez nuestra primera cita. No quería olvidar aquel día de invierno, tu descuidada melena, el abrigo verde, la bufanda roja, el jugueteo de la cucharilla de café entre tus labios, ni esa enmascarada ingenuidad tuya. Al sentir el tintineo de las llaves en la cerradura, guardaba los folios con rapidez, (los encontrarás en el primer cajón de mi mesa), y te mentía diciéndote que había quedado con algún amigo, que había ido al club, e incluso hacía comentarios inventados sobre la tertulia de la mañana. Pero hasta que no sentía tu mano agarrada a la mía, no caminaba seguro.
Estos repetidos incidentes hicieron que acudiera al neurólogo y como ya te habrás enterado, me diagnosticaron Alzheimer. Entonces fui consciente de poder olvidar tu voz canturreando a primera hora de la mañana, la manía tuya de desordenarme el pelo antes de salir, el desayuno con churros de los domingos, el desorden de tu ropa sobre la silla, esa incesante risa ante la serie de los Simpsons, la silueta de tu cuerpo tras la mampara de la ducha, nuestras miradas de complicidad al encontrarnos algún conocido, los fines de semanas encerrados en casa, vestida tan sólo con uno de mis enormes pijamas de rayas, o el cálido calor de tu desnudez. Y no lo dudé, decidí acabar cuanto antes con ese lento trámite y adelantar el final.
Te pido perdón por no decirte nada. Pero recuerda…Siempre dije que me marcharía de repente, sin avisar, sin decir ni tan siquiera adiós. La vejez me ha hecho ser egoísta y no habría soportado ver el abandono dibujado en tu cara o dejar de ser tu mejor recuerdo.
Ahora maquíllate la más bonita de tus sonrisas y si puedes ser feliz con él, no tengas reparo en compartir todo lo que ayer fue de los dos. Bueno todo excepto nuestra canción, esa guárdala en el rincón mas cómodo de tu memoria.
Te Ama
Roberto Villarte

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